Los todavía no nacido también tienen sus derechos. Foto: Observatorio Demográfico CEU.

Los todavía no nacido también tienen sus derechos. Foto: Observatorio Demográfico CEU.

Jaime Rodríguez Arana. Atlántico Diario.

Según datos oficiales, en 2022 se practicaron cerca de 90.000 abortos; en 2023, 98.000, una cifra que refleja la insensibilidad general frente a los más inermes seres humanos, aquellos que están a punto de ser, que caracteriza a nuestra sociedad. Tales datos ayudan a entender el rotundo fracaso cosechado por los poderes públicos que no han podido, o no han querido, evitar que se produzca esta masiva muerte de seres humanos en potencia que habrían podido llegar a ser como nosotros. Todo ello, además, en el marco de la necesidad de promover la natalidad para garantizar el recambio generacional, una necesidad de la que se habla tanto como se evita por parte de las terminales mediáticas de los poderes establecidos.

Una situación a la que tristemente se ha sumado el Parlamento europeo al aprobar estos días una moción para que se incluya el derecho al aborto como derecho fundamental de la persona en la Carta Europea de los Derechos Fundamentales aprobada en Niza en diciembre de 2000.

Pues bien, esta situación contrasta, y no poco, con la profunda crisis de natalidad en la que estamos instalados desde hace tiempo. Por una parte, se facilita esta cultura de muerte y, por otra, se proclama a los cuatro vientos la necesidad de fomentar la natalidad entre nosotros. El ejercicio de contradicción es de libro, pero no pasa nada, porque algunos dicen que la incongruencia es una de las señas de identidad del presente.

Una de las quiebras más importantes de la civilización consumista y ferozmente individualista e insolidaria en la que vivimos es la fuerte insensibilidad frente a todo lo que no reporte poder, dinero, placer o notoriedad. Por eso, al aborto, que en sí mismo trae consigo la muerte de un embrión o un feto llamado a la vida, se le califica de interrupción del embarazo para ocultar lo que es. El aborto supone la certificación de que no interesa defender a los que no tienen voz, a quienes se ejecuta impunemente, sin juicio y sin capacidad de defensa. En el aborto, ordinariamente prevalece la voluntad del fuerte para quien la nueva vida entraña dificultades o sacrificios que se quieren evitar a toda costa en la medida que empañarían un ambiente vital de desarrollo personal cerrado, a cal y canto, a los demás.

El aborto es, desde otro punto de vista, un fracaso de la Administración, que debería poner todos los medios para evitarlo, disponiendo de una red relevante de centros de atención y acogida de los niños que no son queridos por sus padres. De esta manera, hasta se podría poner coto a la crisis de natalidad que nos golpea tan duro. 98.000 nuevos españoles en 2023 seguro que vendrían muy bien para el desarrollo social y económico de nuestro país.

Tengo para mí que dentro de no muchos años, los promotores de esta laminación en masa de seres inocentes serán duramente evaluados por nuestros descendientes. Serán tachados de insolidarios y reaccionarios mientras que los defensores de la vida desde el mismo instante de su concepción, serán los progresistas y defensores de los derechos de los que no tienen voz. Los descartes de los que no llegan a nacer reflejan la profunda insensibilidad social de este tiempo y de quienes en ellos viven.

Jaime Rodríguez Arana es catedrático de Derecho Administrativo. Presidente de Ius Publicum Innovatio (IPI). Presidente FIDA.