
Foto: Sam Lion
Lo contó el Papa Francisco el pasado año: una mujer se le había acercado para pedirle que bendijera a su bebé, pero en cuanto descorrió la cortinilla del moisés, el Pontífice vio que se trataba de… un perro pequeño. “Perdí la paciencia –narra, citado por la BBC–. Le dije: ‘Con tantos niños que están pasando hambre ¿y me traes un perro?”.
Niños, perros… Curiosamente, cada vez menos personas ven la diferencia. Según una reciente encuesta del Pew Research Center en EE.UU., de los dueños de mascotas que fueron entrevistados el 97% dijo considerar a estos animales de compañía como “familia”, y un 51% fue más allá: perros, gatos y demás eran percibidos, en el núcleo familiar, como un miembro “humano” más, en igualdad de condiciones con el resto. Llama la atención, en este punto, que quienes más dijeron tener esta percepción fueron los que vivían en pareja y sin hijos (el 65% de ellos así lo veía), así como los que nunca se habían casado (63%), mientras que los casados y los que eran padres fueron los menos inclinados a darles esa categoría (el 43% y el 42% respectivamente), quizás porque saben lo que es una familia real.
Una de las derivaciones de la tendencia “familiarista” es que, tal vez al hilo de consignas ambientalistas mal entendidas o de apetencias personales de “realización plena” sin ataduras ni responsabilidades complejas, algunos están ubicando a los animales de compañía en el lugar de los niños.
Los ejemplos abundan en los medios. El New York Times refiere el caso de una mujer, madre de dos hijos, que se perdió varios momentos importantes de la etapa escolar de estos por estar cuidando de chimpancés –“si es tu hijo biológico, es algo natural, porque realmente has dado a luz a ese niño; pero cuando adoptas un mono, el vínculo es mucho, mucho más profundo”, solía decir–. O el de la niña de tres años que corrió a pasarle la mano a un perrito y la dueña se interpuso para impedírselo, al tiempo que le sugería al padre que atara a la pequeña con una correa (orgullosa de su actuación, incluso lo comentó en un post en X). O el del dueño de un bar inglés, que colocó a la entrada la advertencia: “Dog Friendly, Child Free” (Amigable con los perros, Libre de niños), un enunciado que la memoria, sin esforzarse mucho, puede enlazar con tristes episodios de discriminación en la historia.
Según una encuesta del Pew en EE.UU., el 51% de los consultados considera a la mascota como un miembro “humano” más de la familia.
Pierden los niños, en efecto, al ser reducidos a seres molestos o a “cargas” no sobrellevables en algunos sitios. Pero también –como se verá más adelante– pierden las mascotas, pues quizás no les haga mucha gracia acompañar a su dueño en un bar donde ponen un partido de fútbol, entre el bullicio y el olor del trasiego de alcohol, y a riesgo de recibir un pisotón (algunas lo esquivan al estar sentadas… en cochecitos de bebés), frente a la alternativa de estar correteando por el césped en un parque, jugando con sus semejantes, husmeando, marcando territorio…
En resumen: que ver en el perro o el gato a “niños sustitutos” a los que ponerles prendas de vestir o gorros y comprarles una tarta con velitas por su cumple no es lo mejor para esos animales. Se lo estamos imponiendo. Y nadie gana.
El problema de antropomorfismo
La escena de la tarta y el happy birthday al perro –¿quién no ha visto algo así en redes sociales? – no le hubiera sacado ni media sonrisa al desaparecido filósofo inglés Roger Scruton. Según escribía en Animal Rights & Wrongs (versión española en Ediciones Cristiandad: ¿Tienen derechos los animales?), “la sentimentalización y la ‘kitschificación’ de las mascotas pueden parecer a muchos el epítome de la bondad de corazón, pero, de hecho, muy a menudo es lo contrario: es una forma de disfrutar del lujo de las emociones cálidas sin el costo habitual de sentirlas; es un modo de dirigirse a una víctima inocente con un amor simulado que esta no tiene la comprensión para rechazar o criticar”. Y es, añadía, “una crueldad”.
Porque no: el perro no sabe que ha cumplido años, y tampoco le importa. A quien le interesa es al dueño que lo “personifica” y le atribuye inquietudes, necesidades y deseos propios de humanos.
Es el denominado antropomorfismo, que Scruton percibía en determinadas reacciones hacia las mascotas o hacia otros animales, dada la tendencia a interpretar el comportamiento de estos según nuestras emociones. Dicha inclinación –opinaba– debía dejarse de lado si se quería comprender en su justa dimensión la naturaleza de las acciones de un animal.
La humanización de los animales “destruye efectivamente toda posibilidad de relaciones cordiales y beneficiosas entre nosotros y ellos” (Scruton)
El autor reconocía que, en el caso de los primates –“tan parecidos a nosotros en apariencia y tan capaces y dispuestos a simular nuestros intereses”– podía resultar difícil no verlos como niños. Solo que el niño, al que temporalmente no se le reconoce capacidad de toma de decisiones importantes respecto a sí mismo o al resto de la comunidad humana, tiene esa capacidad en potencia, y un día, avanzado su crecimiento y llegada su madurez psicológica, podrá ejercer sus derechos y responder de sus actos responsablemente.
Los animales, en cambio –sean mascotas, animales de servicio o fauna salvaje–, no tienen potencial para ser miembros de la comunidad moral. No se puede, por tanto, equipararlos a personas ni, al no ser tales, concederles derechos.
Cuando, erróneamente, lo hacemos, “los vinculamos a obligaciones que no pueden cumplir ni entender”, apuntaba el filósofo, para quien dicha actitud no es solo una crueldad sin sentido en sí misma, sino que destruye “efectivamente toda posibilidad de relaciones cordiales y beneficiosas entre nosotros y ellos. Únicamente absteniéndonos de personalizar a los animales podremos comportamos con ellos de una manera que puedan comprender”.
“Dejemos que los perros sean perros”
Las “antropomórficas” suposiciones de los dueños respecto a sus mascotas pueden derivar, como se ha visto, en concesiones o atenciones indebidas para con ellas. Pero, además, pueden resultarles perjudiciales.
Así lo advierten incluso entusiastas defensores de los animales, como Jessica Pierce, doctora en Bioética por la Universidad de Virginia, que ha dedicado varios libros a la temática ambiental y, en especial, a la relación del hombre con las mascotas. Sobre la “humanización” de estas, asegura a Aceprensa que “no es necesariamente una tendencia positiva”.
“Una de las consecuencias negativas más importantes de tratarlas como niños es que no logramos satisfacer sus necesidades de comportamiento. Podríamos creer que estamos haciéndole bien a un perro, por ejemplo, manteniéndolo siempre dentro de casa, donde hay buena temperatura y seguridad, y dándole un cuenco de pienso caro y con una fórmula especial. Pero los mimos no son lo que mantiene feliz a un perro, sino poder ser simplemente perro y participar en comportamientos que está conductualmente motivado a realizar”.
“La fórmula es bastante simple –agrega–: debemos dejar que los perros sean perros (y los gatos, gatos, etc.). Veo mascotas, por ejemplo, que son llevadas en un bolso, que nunca ponen una pata sobre la tierra o sobre césped real, que orinan dentro de casa sobre un trozo de césped artificial, que se sientan en una silla a la hora de la cena, que se ponen delante del televisor cuando su dueño sale, etc. Estos perros no están satisfaciendo sus necesidades caninas”.
Respecto a los problemas del cuidado impropio, la perspectiva de Pierce coincide con la de Mimi Bekhechi, vicepresidenta para Europa de PETA, organización internacional pro “derechos animales”: “Los perros y los gatos no son humanos, por lo que no siempre se les puede tratar de la misma manera [que a las personas]. No se puede, por ejemplo, disfrazar a los animales, pues puede causarles estrés y, en algunos casos, ser peligroso para ellos”.
Según nos comenta, los tutores de animales (por dueños) deben prestar atención a lo que estos les comunican “y garantizar que su comodidad, alegría y capacidad de expresar un comportamiento natural sean una prioridad”. Esto, dice, debe añadirse a lo que llama “disposiciones esenciales e innegociables”, como un hábitat y una alimentación adecuados, una buena atención sanitaria y la posibilidad de que hagan ejercicio.
¿Al refugio quién? ¿Tu “hijo” …?
Habría que agregar, por último, que una exagerada expectativa de los dueños respecto a lo que significa el debido cuidado a sus mascotas puede tener, paradójicamente, un reverso indeseado: el abandono. La tentación de esa “salida” se enciende cuando, por ejemplo, no es económicamente posible seguir llevándolas a la peluquería, ni continuar comprándoles productos caros de alimentación o cosmética, ni crearles un hábitat más allá de lo razonable (nota al margen: los cuidados de lujo al perro o al gato informan del estatus el dueño, por lo que en cierta medida son una vitrina que mantener, y cuando no se puede…).
Un artículo en la web de PETA sobre las razones para abandonar a las mascotas en refugios enumera, entre las peores, la anterior: que resulta “muy caro” mantenerlas, junto a otras como “me he mudado a una casa más pequeña”, “ya (el perro o el gato) no es tan bonito” o “está muy viejo”. Según estadísticas de la organización Shelter Animal Counts, solo en 2023 los estadounidenses confinaron en los refugios para animales a 3,3 millones de gatos y 3,2 millones de perros. Más de 850.000 murieron allí; la mayoría (330.000 gatos y 360.000 perros) fueron eutanasiados.
En España, por su parte, la Fundación Affinity revela que más de 286.600 animales de compañía (170.712 perros y 115.970 gatos) fueron abandonados en 2023. De los que llegaron a los refugios, el 45% de los perros y casi el 49% de los gatos fueron posteriormente adoptados, mientras que se aplicó la eutanasia al 0,5% en ambos casos. Como causas de abandono, se citaron la pérdida del interés por el animal, los problemas de comportamiento de este, los factores económicos, etc.
Para haber sido acogidos inicialmente como “uno más entre nosotros “o como my lovely son (“mi amado hijo”), el destino final de muchos desdice bastante de tanta “familiaridad” previa.