Para el sujeto del emotivismo actual, los juicios morales siguen expresando sentimientos y preferencias.

Para el sujeto del emotivismo actual, los juicios morales siguen expresando sentimientos y preferencias.

 Jorge Martín Montoya Camacho y José Manuel Giménez Amaya. ACEPRENSA.

En los últimos años se ha hablado mucho del emotivismo como una corriente de pensamiento que está influyendo considerablemente en la forma del pensar ético en la sociedad en que vivimos. En pocas palabras, se podría decir que este emotivismo es la prevalencia de los propios sentimientos o apetencias a la hora de evaluar moralmente los hechos que nos suceden. La cuestión principal ya no es la existencia o no de la verdad moral, sino qué dicen mis sentimientos sobre un hecho moral determinado; cómo lo experimentado exclusivamente desde el interior del ser humano otorga significado a su vida moral.

Según ha señalado el filósofo británico contemporáneo Alasdair MacIntyre en su conocido libro Tras la virtud, los juicios de valor moral entendidos de la forma que hemos señalado antes, no pueden ser considerados sino como expresiones de los propios sentimientos y actitudes que intentan transformar los de los demás. Y esto lo enfrenta directamente con la forma de pensar de la modernidad.

En definitiva, lo que se está planteando con este emotivismo, que encontramos a través de muchas experiencias en el mundo en que vivimos, es que los juicios morales son exclusivamente expresión de las preferencias personales. Esto implicaría decir que la verdad moral sencillamente no puede existir. En otras palabras, no sería posible buscar criterios de vida que fueran válidos siempre para todas las personas que, de hecho, vivimos en la sociedad.

La paradoja emotivista

Sin embargo, el emotivismo encierra, en sí mismo, un aspecto contradictorio en el pensamiento racional. Por un lado, intenta que sean solo los afectos los que ofrecen un sentido a la vida, pero, por otro lado, la persona emotivista desea, a la vez, que el mundo le ofrezca una coherencia racional que muchas veces no se ajusta a sus pretensiones emotivas. De esta manera, el sujeto emotivista no deja de aspirar continuamente a hacer universales sus sentimientos morales, pues desea que los demás los acepten, incluso quiere que sean integrados en el modo de vivir de los otros seres humanos. Por ello, sin ponderarlo mucho, prefiere no contar para esto con la idea que tiene de “racionalidad”, la cual rechaza, ya que podría contradecir su propia visión del entorno que le rodea. Se dan, en él mismo, deseos opuestos: querer que sea correcto lo que se siente, y que el mundo pueda corresponder en todo momento con hechos (“racionales”) a ese sentimiento.

Esto que acabamos de decir exige una explicación del significado de “racionalidad” tal como la entiende la modernidad. En pocas palabras, y de modo muy sumario, se trata de un modo de pensar o razonar centrado especialmente –o únicamente– en la eficacia de la acción humana que se realiza. Dicha acción sigue parámetros técnicos, pragmáticos o lógico-matemáticos correspondientes más al progreso de la ciencia experimental que a una visión integral de los fines corporales y espirituales del ser humano.

La sombra de Frankenstein

El olvido moderno de los fines naturales del ser humano por otros de carácter más técnico, lo encontramos en la obra de la afamada escritora británica Mary ShelleyFrankenstein o el moderno Prometeo. Esta historia, publicada en el siglo XIX, es considerada la primera novela de ciencia ficción moderna. El personaje principal es Víctor Frankenstein, hombre ambicioso con un deseo de conocer el poder que le ofrece la ciencia hasta sus últimas consecuencias. A esto se suman sus desafortunadas experiencias personales, como es el caso de la muerte de su madre a una edad muy temprana, que le lleva a querer conseguir que el ser humano sea inmune a cualquier mal físico.

Víctor se encierra en su tarea y desea demostrar su poder a través de la técnica que maneja. El precio de su afanado trabajo es su aislamiento de los demás, que le produce una tensión frenética hacia el desarrollo de sus experimentos, y un deseo desmesurado por experimentar la gloria que prevé alcanzar. En efecto, el doctor Frankenstein llega incluso a considerar que la vida y la muerte son límites ilusorios.

Pasan los meses y, en la novela de Shelley, el científico consigue dar vida a una criatura que él mismo ha confeccionado uniendo partes de cadáveres. El aspecto de este ser es monstruoso ya que, si se hubiera planteado hacerlo de un tamaño y condiciones más “naturales”, habría tenido que construirlo con más cuidado, y le hubiera llevado mucho más tiempo finalizar su obra. De ahí también que no se haya detenido a considerar con detalle el resultado final, como es el caso de la belleza estética de su criatura, a la que deliberadamente ha dado unas características humanas. Por el contrario, el doctor Frankenstein ha puesto su atención enteramente en la eficacia de su propósito, y se ha visto cegado por la fascinación de su propio deseo de alcanzar un fin que consideraba como algo meramente técnico. Se desvela aquí el encubierto emotivismo de Víctor, el cual está dominado por su deseo de poder, sin prestar atención a la realidad, tergiversando la finalidad humana de la técnica, y con una plena confianza en lo que ésta le puede ofrecer para alcanzar lo que quiere.

Aspiraciones y miedos

Esta novela es una ficción, pero desvela las aspiraciones y miedos reales de la humanidad en la modernidad: el deseo ilustrado de dominio y control técnico sobre la propia existencia, por temor frente a lo desconocido, ante lo que podría ocurrir al final de esta vida.

En la cultura emotivista se hacen afirmaciones éticas en las cuales se apela a una norma moral, pero de hecho se están expresando nuestras preferencias

En todo lo dicho se encuentra la aspiración humana a la felicidad, con el papel fundamental que tienen los sentimientos y los afectos para alcanzarla, y de los cuales no se puede prescindir en una vida lograda. En efecto, en numerosas posturas actuales de la vida moral, que se identifican como estoicas, el ser humano podría capacitarse para alcanzar un dominio sobre la totalidad de su vida afectiva. Desde tales ideas, dicho dominio podría darse tanto por acción de la propia fuerza, como por un abandono total –como algo ajeno– de aquello que podría ser entendido como “imposible”. La aspiración final en todas estas formas de querer alcanzar la felicidad es nuevamente un mero sentimiento: la serenidad de tener todo lo percibido bajo un control “racionalmente” emotivo. Por tanto, estamos ya tratando con una “racionalidad” moderna que ha distorsionado el criterio clásico del pensar racional, el cual aspiraba primero al bien. Como consecuencia, integraba los propios sentimientos en ese fin, y llevaba al ser humano a buscar aquellas metas que podrían parecer imposibles y ante las que siempre cabía la esperanza.

Preferencias enmascaradas

En nuestro tiempo, el ser humano se decanta hacia un serio emotivismo que se enfrenta a los presupuestos de una “racionalidad” como la que rige la vida y el trabajo del moderno Víctor Frankenstein. El problema principal es, paradójicamente, que, para el sujeto del emotivismo actual, los juicios morales siguen expresando sentimientos y preferencias que deberían ser aceptados por todos, pero en los que, a la vez, no tiene cabida su propia “racionalidad” moderna. De este modo, sin el componente humano de una ciencia y técnica bien entendidas, el emotivismo termina por quedarse sin ningún fin natural que sea referente (es “nada”) para su actuar, prefiriendo, como consecuencia, mantenerse en una total oposición al mundo social que le rodea, y con una historia que podría revelar la continuidad y unidad de su identidad personal.

Para MacIntyre, esta descripción a los ojos de la sociedad en que vivimos no es interpretada como mala, sino algo por lo que debemos estar satisfechos, ya que otorga una libertad individual frente a ligaduras o jerarquías sociales; y una forma de pensar racional donde ya no cuenta para nada el fin de las acciones del ser humano. Pero, a la vez, es claro que esta forma de percibir al individuo moderno lo convierte en algo abstracto y fantasmal desde el punto de vista ético. En consecuencia, el ser humano habría dejado de lado la “racionalidad” moderna en aras a un emotivismo moral que revelaría en el fondo su vivencia fragmentada de la vida.

Al “yo” moderno nada lo puede limitar: puede ser o desear cualquier cosa, asumir cualquier papel,

o tomar cualquier punto de vista

Como nos dice MacIntyre, en la cultura emotivista en la que vivimos se hacen afirmaciones éticas o morales en las cuales se apela a una norma moral, y se intenta que las propias preferencias y sentimientos queden de lado. Pero, de hecho, lo que ocurre es que no existe ninguna norma moral ni ninguna forma racional de fundamentar lo que se está diciendo, y, por consiguiente, de hecho, se están expresando nuestros juicios morales, nuestras preferencias, de una forma enmascarada o encubierta.

El emotivismo es la prevalencia de los propios sentimientos o apetencias a la hora de evaluar moralmente los hechos que nos suceden.

El emotivismo es la prevalencia de los propios sentimientos o apetencias a la hora de evaluar moralmente los hechos que nos suceden.

Fracaso de la “objetividad”

En realidad, lo que ha venido fallando en esta modernidad emotivista es el fracaso del proyecto ilustrado de justificar la moral dentro de una pretensión de “objetividad”. De hecho, ha sido la huida de este proceso racional moderno lo que ha llevado al planteamiento emotivista a requerir que la persona sea entendida como libre de todo límite o constricción sobre todos sus deseos y preferencias, y sobre ello establecer su juicio moral. De este modo, se abre camino a que se abandone el esquema moral clásico, en el que aparece la naturaleza humana como es, y tal como podría llegar a ser. Al “yo” moderno nada lo puede limitar: puede ser o desear cualquier cosa, asumir cualquier papel, o tomar cualquier punto de vista. De esta forma ese “yo” emotivita de nuestro tiempo está a un paso de ser un “yo” nihilista, puesto que su oposición a la “racionalidad” moderna ha terminado por convertirse en un rechazo de toda posible racionalidad, venga de donde venga.

Además, esta forma de concebirnos permite alojarnos en la sociedad de una manera cómoda, sin tensiones. Es un emotivismo que se hace individualista y asegura que sus criterios morales son los suyos propios. Como dice MacIntyre en Tras la Virtud, “yo soy lo que haya escogido ser. Siempre puedo, si quiero, poner en cuestión lo que aparece como mero rasgos contingentes de mi existencia”. Todo lleva a reducir nuestra vida a preferencias y sentimientos personales, en los que se descarta cualquier explicación procedente de esa “racionalidad” moderna, pero en la que también se ha quitado deliberadamente los conceptos de naturaleza humana y de teleología, o finalidad de la misma. Estamos ante una sociedad en la que existen una colección de desconocidos que persiguen su interés bajo un mínimo de limitaciones que denominan libertad, pero que en realidad es solo una parte de ella, puesto que se ha perdido el verdadero sentido de “bien común”.

Este individualismo disfrazado de sociabilidad, donde priman las decisiones emotivistas, tiene su clave en la desaparición de saber qué son relaciones humanas manipuladoras y no manipuladoras. La persona, sin esta orientación moral, se encontraría inerme ante las múltiples negaciones encubiertas que se dan en la sociedad, y que muestran que lo auténticamente humano y racional, es decir, la verdadera realidad positiva de la libertad, desea querer el bien para los otros, aunque vaya más allá de lo que simplemente les afecta.

La postura que se desprende desde la visión verdaderamente cristiana es muy distinta a la que se da en el emotivismo. El cristiano no aspira a un control sobre lo que ocurre, o lo que pasa, y por tanto no busca formular leyes o normas a su gusto que resguarden sus propios sentimientos. La coherencia afectiva del mundo no es una aspiración final de su vida moral, sino la búsqueda de lo que es realmente bueno en este mundo cada vez más cambiante para él y para los demás. Se desea el bien que se encuentra en la realidad más allá de lo que se pueda sentir. Esto es, en las necesidades de las personas con las que las que uno se encuentra y que, en su conjunto, representan el bien al que se aspira en esta vida. Hay una superación e integración del mundo de los sentimientos en el mundo real. Una búsqueda cada vez más plena y lograda de la existencia.

Jorge Martín Montoya Camacho y José Manuel Giménez Amaya son miembros del Grupo Ciencia, Razón y Fe (CRYF), Universidad de Navarra.