La pena de muerte está en regresión en casi todo el mundo.

Al concluir 2018, ciento seis países habían abolido completamente la pena de muerte. En 2020, se ejecutó a 483 personas en 18 países, lo que representa el 26% menos que en 2019. Este dato indica que la pena de muerte está en regresión en casi todo el mundo.

Entre otras instituciones, Amnistía Internacional «se opone a la pena de muerte en todos los casos sin excepción, al margen de quién sea la persona acusada, de su culpabilidad o inocencia, de la naturaleza y las circunstancias del delito y del método de ejecución». Y considera que: «La pena de muerte es el exponente máximo de pena cruel, inhumana y degradante».

Luis de la Barreda, fundador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, escribió: «La pena capital es inútil, irreversible e indecente. Es inútil porque no logar disminuir la criminalidad. Es irreversible porque su irrevocabilidad no permite corregir los no infrecuentes errores judiciales. Y es indecente porque las penas que legítimamente puede imponer un Estado democrático y civilizado excluyen la destrucción de la vida, lo más sagrado del ser humano».

Sin embargo, aunque se desecha la muerte como pena por inhumana, se la propone a petición individual en varios países, ya sea mediante el suicidio asistido o por eutanasia, considerando que el hecho de que sea a petición la hace menos inhumana.

Parece esencial el argumento de la voluntariedad: la gran diferencia entre la pena de muerte y el suicidio asistido o la eutanasia es que la pena de muerte es un castigo que se impone sobre la voluntad del condenado, mientras que la asistencia al suicidio y la eutanasia se piden voluntariamente, como alternativa a una situación de sufrimiento irremediable. Sin embargo, no deja de ser contradictorio desechar la pena de muerte por inhumana y terminar proponiéndola a petición, como si el hecho de que sea a petición la hiciera menos inhumana. En realidad, podría entenderse que resulta, incluso, más cruel: el que es condenado a muerte no tiene por qué renunciar a un juicio positivo respecto de su propia existencia, es decir, puede querer seguir viviendo; sin embargo, a quien se le ofrece la muerte como opción a elegir se le está diciendo que su vida es tan miserable que resulta comprensible su renuncia al juicio positivo sobre su propia existencia y su opción por la muerte voluntaria.

Como enseña la experiencia de la medicina paliativa, en principio, nadie quiere la muerte por sí misma, sino como alternativa al sufrimiento; quien «quiere morir» quiere, en realidad, «vivir de otra manera». La vida es un bien objetivo, y sobre ese juicio se apoya nuestra convivencia social y nuestro Derecho; por eso la respuesta correcta no es eliminar al que sufre, sino afrontar con él su sufrimiento (igual que el hambre no se combate matando a los hambrientos, ni el analfabetismo matando a los analfabetos). Por tanto, ofrecer la muerte a quien dice «quiero morir porque estoy sufriendo» es abandonar a esa persona a una versión muy limitada de su libertad o su autonomía, condicionada por ese sufrimiento, que es el que hay que afrontar. Al mismo tiempo hay que tener en cuenta que el sufrimiento y la certeza de la muerte son parte de la condición humana, por ello no parecen causa suficiente para justificar procurar la muerte a voluntad (se puede sufrir por estar enfermo, pero también por no tener trabajo o amigos, ¿vamos a ofrecerles la muerte también a esas personas?).

Por otro lado, se trata de una cuestión que afecta no sólo a los que optan por la muerte, porque si la muerte a petición es una opción legal, todos somos responsables de seguir viviendo; en particular, los enfermos. Según se plantee el suicidio asistido o la eutanasia, el alcance es mayor o menor: en algunas comprensiones lo único relevante es la voluntad de morir: no hace falta estar enfermo o sufriendo; por ejemplo, una sentencia del Tribunal Constitucional alemán del año pasado lo plantea así, como una cuestión de mera autonomía. Si es de esa manera, todos somos responsables de seguir viviendo (se nos podría «pedir cuentas» por estar vivos, cosa hasta ahora impensable). En otras palabras, si somos libres para morir, somo responsables de vivir. En otras versiones el alcance es menor: la muerte es una alternativa legal solo para el gravemente enfermo. Pero facilitar la muerte a estas personas, que son cargas para otros, supone dificultarles la vida. Si la muerte a petición no es una alternativa legal, mi enfermedad, con todas las cargas económicas y de todo tipo que eso conlleva para la sociedad y para mis familiares, es una desgracia que induce la solidaridad de los demás; si la muerte es una alternativa legítima, es mi responsabilidad, y en vez de la solidaridad ajena puedo atraer el juicio crítico de quien me considere una persona egoísta que hace cargar con sus problemas a los demás.

Aprobar la eutanasia es admitir la rendición colectiva ante el ser humano que nos interpela en sus necesidades.